Para seguir pensando Un punto en el espacio
por Esther Díaz
La prestigiosa epistemóloga y ensayista Esther Díaz reflexiona aquí sobre la obra de Ricardo Dubatti “Un punto en el espacio”, y su puesta en escena bajo la dirección de José María Gómez Samela (2016, Centro Cultural de la Cooperación, C.A.B.A.)
Luces tenues entre festivas y decadentes. Asistimos al amanecer de la obra. Los destellos y las sombras se alternan siguiendo ritmos sutiles, casi imperceptibles, silenciosos. Tal es el leitmotiv lumínico que le sirve de horizonte coreográfico a la puesta en escena. Las lamparitas rojas que aparecen intempestivamente semejan una sutil granada estallando en anocheceres veraniegos.
La convivencia social y los ideales por los cuales persistimos sobre la tierra aparecen intermitentemente entre la mediocridad de conversaciones pueblerinas, desconfianza al diferente, prejuicios, recelos; también hay reflexiones estéticas, consideraciones existenciales, elaboraciones conceptuales y toques mágicos que se escapan de lo real y sobrevuelan hacia lo suprasensible.
Los sentimientos interactúan como un juego de espejos con las luces. El amor destella y se esfuma. En esta obra nadie sabe lo que es amor, aunque cada personaje lo vive a su manera. Se produce una mezcla perversa entre un arte idealizado, un pueblo embotado en sus mezquinos secretos, deseos sexuales desenfrenados (a veces solapados), individualidades amuchadas en una pequeña hermandad de tiempo y secreto, frustraciones negadas en el mundo real y exaltadas en el onírico o un mentido imaginario representado por un pintor inmaterial, aunque aparece en escena y se desplaza con soltura y cinismo pretendiendo dar cátedra de arte.
Este personaje se olvida que es una simple criatura de la imaginación de un pintor-vendedor empantanado en su propia mentira. Una ficción dentro de otra ficción inventada por el porteñito, un marchante de sus propias obras que oculta su autoría y se fabricó un doble mítico, intemporal, inexistente pero con irritante aire de suficiencia.
Como en una linterna mágica desfilan por el estrado el deseo carnal, el medio tono provinciano, el impulso sexual del macho irredento, las pasiones exaltadas o reprimidas, las precarias grandezas, las mezquinas miserias. La comedia humana reducida y agigantada en un perdido pueblito bonaerense. Hay momentos sublimes que se entrelazan con lo siniestro.
Hay mucho más: la farmacéutica y la enigmática joven atravesadas ambas por una atracción animalesca hacia el carnicero, el porteñito aterrizando en un pueblo tan improbable como su imaginado pintor, pinceladas de pensamientos, acciones, valoraciones, incógnitas, sueños. La obra es polifacética.
El forastero es el intruso. La otredad. Pero él no tiene problemas con los anfitriones y, a través de su propio doble diserta sobre “fracasismos” y escapismos, define, califica, clasifica.
Pero el vendedor de arte, ese al que le dicen el porteñito, está auto-inhabilitado. No logra exponerse como creador y, como hundiéndose en su alicaída autoestima, se dedica a lo más chabacano del arte: su comercialización.
En cierto modo, haberse bajado del micro que lo llevaba a Mar del Plata por la atracción que le despertó una fugaz silueta de mujer que descendió del móvil y desapareció, es una manera de seguir escondiendo su destino. Late ahí un oculto deseo de ser uno más en ese pueblo anónimo de seres que se vanaglorian de la aparente paz de su vecindad, aunque reconocen, con palabras no del todo dichas, que puertas adentro es una caldera del diablo.
El pintor es similar a un personaje de Pirandello: se independiza de su creador. Es inmemorial, perenne, paradigmático, comenzó a expresarse, mediante un maestro, en cavernas prehistóricas y sigue evolucionando, llega incluso a pintar lo imperceptible: un punto en el espacio. Los realizadores –autor del texto y director de la obra- lo describen y lo muestran como un ampuloso personaje con ambiciones tan trascendentes como estereotipadas, logrando así la cuota de irrealidad necesaria para mostrar sugerentemente su condición espectral y respetando al mismo tiempo la inteligencia del espectador.
La farmacéutica, cuarentona y prototípica, transcurre por la vida sin cuestionarse nada (en este pueblo no se pregunta, todos saben, todos callan). El intruso vive agitado interiormente por interrogantes cruciales: la vida, el amor, el arte, la existencia. La farmacéutica por el contrario simplemente existe.
Si juntáramos las maneras de amar de todos los personajes nos encontraríamos con la conflictividad irresoluble del amor. Celos, entregas, sospechas, fugaces alegrías, placer, dolor, traición, incertidumbre, dilema.
El carnicero, que se acuesta con todas las mujeres del pueblo, luce tan desosegado como el porteñito que busca su destino, o la joven muerta-viva que deambula luminosa y casi inmaterial (ella, en cierto modo, murió de amor). La farmacéutica se está despidiendo de su juventud y quiere beber -hasta las heces- los embates sexuales del macho del pueblo. Por su parte, el idealizado pintor -arrogante y autoritario- provoca cierta tensión desde su persistente presunción.
La obra está sembrada de logradas metáforas sobre las vanas pretensiones de la ineluctable condición terrenal. Y como corolario de esta galería demasiado humana, flota en el ambiente un crimen nunca mencionado, jamás nombrado, no mostrado pero más presente que las testosteronas del carnicero, la materialidad de la farmacéutica, la inquietud del porteñito, la ampulosidad del pintor, o la presencia-ausencia de la joven etérea. Se percibe un mudo rumor de muertes precoces que hablan con acento apacible. Los espectros no saben distinguir si se encuentran entre vivos o muertos.
La obra culmina como comenzó: juego de luces y sombras. La luz la inauguró, una sombra imprevista y pesada la concluye. Quedan flotando en el espacio no ya un punto, sino muchas sugerencias, pasiones, pequeñeces, ingenuidades, soberbia, maldad, ideas, astucias y una transición entre la tragedia y la comedia. Hay humor de sonrisa, no de carcajada, hay dolor de emoción, no de llanto. Hay arte.
Ficha técnico artística
Dramaturgia: Ricardo Dubatti
Actúan: Johanna Braña, Santiago Ceresetto, Santiago Fondevila, Salvador Romano, Lucia Villanueva
Vestuario: Lucrecia Vasconi
Escenografía: Lola Gullo
Diseño de luces: Claudio Del Bianco
Asistencia de iluminación: Facundo David
Diseño sonoro: Alberto Fernández
Redes Sociales: Pablo Gómez Samela, Santiago Repetto
Diseño gráfico: Pablo Gómez Samela, Santiago Repetto
Asistencia de Lenguaje: Marcela Baigros
Asistencia técnica: Fernando César Martínez
Asistencia de dirección: Charlie Bulsara
Coreografía: Laura Lorena Feijoó
Producción ejecutiva: Alejandra De Luna
Dirección: José María Gómez Samela
Fotografías: Pablo Gómez Samela y Santiago Repetto
Esther Díaz (Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, 1 de diciembre de 1939) es una epistemóloga y ensayista argentina. Cursó sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en donde también obtuvo un doctorado en Filosofía. Fue profesora en el Ciclo Básico Común de la misma Universidad entre los años 1985 y 2005. Dictó seminarios de posgrado sobre Metodología de la Ciencia y Epistemología en las Universidades Nacionales de Entre Ríos, Tucumán y del Nordeste. Ha realizado numerosas conferencias en diversas universidades latinoamericanas.