Incendios: Por el hilo hasta la aguja, de odio en odio, hasta que uno más uno sea igual a uno

c por Eduardo Leva

Con puesta en escena de Desiderio Ángel Penza se presenta Incendios, en el microcentro de la ciudad de Santa Fe

Debo empezar por una aclaración, tal vez innecesaria: el teatro épico no es precisamente algo que, hoy, me interese. Tal vez por eso demoré en asistir a la puesta. Pero las referencias sobre la misma, todas buenas, y, a priori, el conocimiento de los hacedores, me llevaron a decidirme a atravesar media ciudad, desde el norte donde vivo hacia el microcentro santafesino. Una travesía casi siempre cargada de inconvenientes, de situaciones cotidianas, pero siempre imprevistas. En esta ocasión, un furioso, completo de odio y rencor, que me ofrece desde su auto mucho más nuevo que el mío parar en una esquina a boxear, porque ha supuesto que mis insultos al aire por el atasco de tránsito que enfrentaba estaban dirigidos a él. Frente a la tentación de ceder al convite se me cruzó mi premura por llegar a mi destino, que aún estaba lejos. Tuve que decidir. Parece mentira, una creación de mi imaginación, un recurso literario, pero no lo fue. Fue real y una suerte de prefiguración de lo que iba a vivir minutos después, afortunadamente solo desde mi butaca, en la sala Loa.

 

La sensación general que me invadió durante y después de la función fue abrumadora. En el sentido cabal de la expresión, una bruma que envuelve el discernimiento, aunque sea por momentos, y que lo obliga a detenerse, a cesar, a respirarse, a buscar aire. Porque lo que se va desplegando en la escena es tan vasto, tan enorme, que no pareciera haber lugar para algo más. Los temas profundos de la existencia humana están ahí: la muerte, el amor, la entrega, la violencia y la venganza, el olvido, la desesperanza y la esperanza, el pasado y el futuro, en lugares, tiempos y contextos diferentes. Para lidiar con eso, la puesta hace uso de recursos del cine: montaje paralelo y flashbacks, enmarcados en noche americana e iluminaciones indirectas que referencian al día, a su vez enlazados con otros típicamente teatrales: isomorfismos que unen tiempos y lugares discrónicos y distópicos, tendiendo vectores estéticos que permiten la entrada del musical dramático por el canto en vivo y el uso de seguidor sobre algún personaje puntual. Estas hibridaciones ya son un recurso probado y efectivo en la escena, y que a mi particularmente me agradan. Cuando aparecen, dicen los que saben, se producen traducciones mutuas entre perfomances heterogéneas, que abren el juego de interpretaciones y contrainterpretaciones activando un fluir dentro de la escena y con la platea. En ese juego de recursos y cambios escénicos se consume el tiempo dramático casi sin que los espectadores nos demos cuenta, atrapados en la vorágine de imágenes y palabras: de repente me veo sorprendido por las amables fórmulas de un presentador en off invitándonos al intervalo. Sí, hay intervalo, pues la duración del espectáculo lo amerita. Ansioso por regresar a la sala solo consumí un vaso de agua. Tenía la boca seca.

 

La segunda parte precipita la historia hacia su desenlace por una pendiente anunciada hacia el abismo humano, que se ha ido preparando desde el mismo inicio, en una escena que, vista en perspectiva, es premonitoria. Signos, presagios, eventos al parecer inconexos se conjugan hacia el desenlace fatal. Los ingredientes de la tragedia. “Incendios” es, más allá de la épica, una tragedia con todas las letras. Creo no equivocarme si hago la genealogía hacia la tragedia romántica, no hacia la griega (si es que no se me escapó algo): el abismo es humano, no hay apelaciones ni encomendaciones hacia un Dios, solo la multiforme y grotesca naturaleza humana, ridícula y fantasmática, en manos de un destino ineluctable pero al cual se ha de resistir: la protagonista ha de salir de su lugar, romper su postergación, cortar el hilo de ira autodestructiva y deberá abrirse camino buscando a través de su transformación detener la espiral de ignorancia y resentimiento que une generaciones. “Las mujeres de nuestro pueblo han sido consumidas por la rabia…” se le escucha a uno de los avatares de la protagonista. Y digo así, porque asistimos a diferentes momentos y contextos de su vida: su juventud, su madurez, su adultez, y sus ansias que la acompañan y unen esos momentos y lugares.

 

Momentos y lugares situados en lo que para nosotros es conocido como Oriente Medio. Momentos, lugares donde la rabia es alimentada por los hombres de ese pueblo y de pueblos vecinos, que han desatado el monstruo de la guerra. Los datos de tiempo y lugar no son claros (¿acaso importa?), pero creo que se refieren más allá de alguna duda al Líbano de fines de los ‘70, lugar de una guerra civil, de una invasión israelí, de una invasión siria y de masacres realizadas por milicias cristianas en venganza por masacres realizadas por milicias islámicas, y viceversa. Una espiral de violencia que nadie pudo, no se quiso, detener. Ese es el contexto en el cual se va descubriendo la trama de la obra: los hijos de la protagonista, en su lugar de residencia actual (¿Francia? ¿Canadá?, no me quedó claro, no importa) luego de la muerte de su madre se ven impelidos por la última voluntad de ésta a ir en busca, hacia su país de origen, de la verdad detrás de su misterio. La necesidad de saber los impulsa. Una necesidad humana, abrumadora, como decía al principio, que nubla cualquier discernimiento. Que hace encarar los peligros. Porque la verdad es un fuerte corrosivo. Como el oxígeno. Necesaria para vivir y destructora de cualquier barrera que se le oponga. Como un gas corrosivo la verdad emerge por las pequeñas fisuras a su alcance erosionando sus límites. Hacia el encuentro de ese agente corrosivo y letal se dirigen los hermanos, acompañados por un fiel y leal amigo.

 

Esta peripecia está sostenida por el elenco con una entrega a fondo. Actuaciones logradas, convincentes, plenas de matices y situaciones. ¡Chapeau elenco!  El despliegue del elenco es uno de los sostenes clave del andamiaje escénico. Disfruté de esas actuaciones que entregan una imagen del alma humana sometida a las mayores tiranteces, a desgarramientos que hacen dudar del por qué de una vida. ¡Como actor me hubiese encantado estar ahí! Las paradojas de nosotros, los comediantes. Pero estaba en la platea. Y debo reconocer también que desde ahí fue por momentos un disfrute difícil. Se me hizo arduo. No lo voy a negar. Por eso cuando el drama da lugar a un paso de comedia inesperado me reí clamorosamente (seguro incomodé a alguien, me suele ocurrir). Un paso de comedia negra por supuesto. De un humor negro ácido, cínico, que me complace particularmente porque invita a mirarse al espejo y aceptar lo que el espejo devuelve. Y justamente es lo que, de manera indirecta, creo, propone la puesta: mirarnos y descubrir nuestras muecas de odio, de fastidio, de rencor y también los rastros de un amor pleno, de una entrega incondicional, de una apuesta a la vida y al juego de engendrar y producir vida. Y de amar, pase lo que pase. En el camino hay una decisión, un dejar fluir el encono o el amor. Si hubiese aceptado el convite al boxeo cuando iba hacia el teatro posiblemente no estaría escribiendo esto. Elegí. Y la protagonista hace su elección. Los hijos hacen su elección. Los milicianos hacen su elección. ¿Tenían margen? ¿Podían negarse al convite? Depende de cuánto creamos en el peso de lo natural, de lo espontáneo, de lo que nos ha sido legado y de lo que hemos asumido, responderemos que sí o que no. Yo creo que en algún momento hay un quiebre de la persona en el que, por sí misma, decide qué será de su vida futura, en qué se convertirá. Entonces el rostro humano de la guerra devela su faceta más farsesca: una vida en el aire, rodeada de desidia o cinismo, festejando la crueldad del abismo, o arrojarse al encuentro del horror. “Incendios” transita la senda del horror y nos muestra una salida. La salida que elige la protagonista y motor de esta historia. Una salida que, debo decir, no acepto. Me niego. Y como no podía ser de otra manera, otra vez estoy hablando de mí. Tal vez porque no puedo entrar así nomás en la dimensión de lo épico, desde la cual podría comprender, y tal vez, aceptar esa decisión protagónica. O tal vez estoy haciendo confesión de cobardía. Tal vez todo sea porque no me ha tocado, gracias a Dios, vivir las atrocidades que denuncia la puesta. Pero estudié Historia. Conozco de atrocidades. Y sé que los mayores crímenes se cometen sobre inocentes. Por eso creo que reservar el poder corrosivo de la verdad a quienes lo merecen es un camino de restitución a los inocentes. Me estoy poniendo en juez, y no es la intención de esta crítica, aunque tal vez es bueno que me ocurra: poner en juego un debate interno. Y ahora sí, hablando de nosotros los espectadores, confrontar con lo que se nos ofrece. Dudar. Poner en tensión perceptos y afectos. Y preguntarnos: ¿Hasta adonde estamos dispuestos a ir? ¿Cuáles fronteras vamos a cruzar? ¿En qué nos podemos convertir? “Hermano contra hermano, padre contra hijo, vecino contra vecino” se escucha decir a uno de los personajes. Porque en estas cuestiones no puede, o no debería, haber ambigüedad.

 

La ambigüedad, en todo caso, la presenta la puesta en sus elementos escenográficos, haciendo de la platea parte del escenario, proponiendo un universo sonoro en donde un martillo neumático de una obra en construcción puede ser una ametralladora, o el siseo de una cuerda de salto puede ser el silbar de un látigo de tortura. La ambigüedad nos llena de riqueza en lo estético: un mismo idioma, nuestro idioma, en tono neutro o en tono local adquiere una coloratura, una altura y una profundidad espacio-temporal completamente diferentes. Son todas cuestiones estéticas, que en su concreción artística sintetizan una poética de la desgracia humana:  me viene al recuerdo en este momento una escena en la cual los dos amantes que dan origen a la historia quedan entrelazados, como una piedra en un camposanto, con los nombres de ambos, Narwal y Wahab, escritos en sus cuerpos-piedra.

 

En conclusión, lo épico se caracteriza por ir más allá de la escala de una sola vida humana, impregnando a sus espectadores. Y por eso debe ser cierto tono épico en esta crítica, no es para menos. Aunque me queden cosas en el tintero ya que es un espectáculo para más de una crítica, es un placer escribir cuando el origen, más allá de gustos, o de opciones compartidas, fue la oportunidad de asistir a una producción como ésta, que prestigia a la escena local. Son momentos que me quedarán en el recuerdo.

 

Ficha Técnica

Autor: Wajdi Mouawad

Traducción: Humberto Pérez Mortera

Actúan: Adriana Rodríguez, Ana Paula Borré, Emiliano Demarco, Exequiel Maya, Fausto Daffner, Karen Temperini, Marcos Martínez, Mariano Rubiolo, María José de la Torre, Patricia Leguizamón

Música original: Julián De Brahí

Letra: Desiderio Penza

Traducción: Yasin Bahaaeddin

Músicos: Julia Avedutto – Violonchelo, Anabel Martina Contigiani – Oboe, Valentina Fernandez – Voz, Guillermo “Topo” Gervasoni – Derbake

Diseño planta de luces: Desiderio Penza

Vestuario: Ignacio Estigarribia

Diseño de maquillaje: Yamila Gutiérrez

Maquilladora: Virginia Basualdo

Dispositivo escénico: Gustavo Di Sarro

Diseño de espacio escénico: Alejandro Maidana

Comunicación y difusión: Soy Espectáculos

Prensa: Rosana Balbuena

Diseñador gráfico: Pablo Damiani

Fotos de escena: Pablo Cánepa

Fotografía de estudio: Ariel Estrubia

Artistas plásticos – Dibujos e imágenes: Alejandro Briggiler, Pablo Lovino

Artista plástica – utilería: Viviana Pozzi

Edición de video: Federico Louteiro

Preparación física: Vanina Dadone

Entrenador de boxeo: Ignacio Doldán

Psicóloga social: Belén Calderón

Asistentes de dirección: Maximiliano Bonín, Carina Cammaroto

Dirección general y puesta en escena: Desiderio Ángel Penza

Este espectáculo cuenta con el apoyo del INT.

 

Créditos de las fotos enviadas: Pablo Cánepa